viernes, 19 de mayo de 2017

RETO DE LECTURA 5



La ambición del forastero

Nathaniel Hawthorne 

Este suceso se inició al caer la tarde de un día de septiembre. En aquel momento se hallaba la familia congregada alrededor de la lumbre del hogar, mantenido con piñas secas, maderos robados por las torrenteras de las montañas y troncos de los árboles tronchados por el viento. Los padres de aquella familia reflejaban en sus rostros una alegría serena; los niños reían; la hija mayor, a los diecisiete años, era una imagen viva de la felicidad, y la abuela, acomodada en el mejor lugar, y aplicada a su calceta, era, como la hija mayor, una imagen repetida de la felicidad, sólo que en el invierno de la vida. Todos los allí reunidos habían llegado a puerto de reposo en el lugar más horrible de Nueva Inglaterra. La familia vivía en el Tajo de las Montañas Blancas, donde el viento corría con violencia los 365 días del año y llevaban en su entraña, en el invierno, un frío de acero que descargaba despiadado sobre la casa de madera en su paso al valle del Saco. El lugar donde la familia había construido su hogar era frío, y, además de frío, amenazado por un constante peligro. Por encima de sus cabezas se alzaba, en efecto, una enorme montaña tan escarpada y agreste, que las piedras se desprendían con frecuencia, y rodando con estrépito desde lo alto, los sobresaltaban en la noche. 
La muchacha acababa de decir algo chistoso, que había provocado la risa de toda la familia, cuando el viento que corría a través del Tajo pareció detenerse ante la casa, sacudiendo la puerta con un lamento infinito antes de continuar hacia el valle. Aunque nada extraordinario representaba aquella violencia, la familia se sintió un momento sobrecogida. Ya volvía a resurgir la alegría en sus rostros, cuando pudieron oír que el picaporte de la puerta de entrada era alzado desde fuera, tal vez por algún transeúnte, cuyos pasos hubieran sido ahogados por el bramido del viento coincidente con su llegada. 
Aunque vivían en aquella soledad, los miembros de la familia tenían ocasión de relacionarse a diario con el mundo exterior. El romántico paso del Tajo es una gran arteria a través de la cual discurre constantemente la sangre y la vida del comercio interior entre Maine, por un lado, y las Montañas Verdes y las orillas del San Lorenzo por el otro. La diligencia pasaba habitualmente por la puerta de la casa, y los caminantes, sin más compañía que su bastón, se detenían aquí para cambiar algunas palabras, a fin de que el sentimiento de la soledad no les acobardase antes de atravesar el desfiladero o alcanzar la primera casa del valle. También el tratante en camino hacia el mercado de Portland hacía un alto allí para pernoctar, y se sentaba al calor de la lumbre algún rato más de lo corriente, si era soltero, con la esperanza de robar un beso a la hija de la casa al partir. La morada de la familia era, en efecto, una de aquellas posadas primitivas en las que el viajero pagaba sólo por la comida y la cama, recibiendo, a cambio, una acogida imposible de pagar con todo el oro del mundo. Por eso, cuando se oyeron los pasos del desconocido entre la puerta de fuera y la de la habitación, toda la familia se puso en pie, la abuela, los niños y todos los demás, como si se dispusieran a dar la bienvenida a alguien de la familia, a cuyo destino se hallara vinculado el suyo propio. 
La puerta se abrió y dio paso a un hombre joven. Al principio, su rostro se hallaba cubierto por la expresión de melancolía y casi desesperación del que camina solo y al oscurecer por un lugar abrupto y siniestro, pero pronto sus rasgos cobraron brillo y serenidad al comprobar la cordial acogida con que se le recibía. Su corazón parecía querer saltarle del pecho hacia todos los allí reunidos, desde la anciana que secaba una silla con su delantal, hasta el niño que le tendía los brazos. Una mirada y una sonrisa colocaron en seguida al desconocido en un pie de inocente familiaridad con la mayor de las hijas. 
-¡No hay nada mejor que un fuego así! -exclamó-. ¡Sobre todo cuando se forma a su alrededor un círculo tan amable! Estoy completamente aterido. El Tajo es algo así como un tubo por el que soplan dos fuelles gigantescos; desde Barlett me viene azotando la cara un viento huracanado. 
-¿Se dirige usted a Vermont? -preguntó el dueño de la casa, mientras ayudaba al joven a descargarse del morral que llevaba a las espaldas. 
-Sí, voy a Burlington, y aún más allá -replicó éste-. Mi intención hubiese sido haber llegado esta noche a la casa de Ethan Crawford, pero en una ruta como ésta un hombre a pie tarda siempre más de lo calculado. Pero mi decisión está ya tomada, porque cuando veo arder esta lumbre y contemplo los rostros alegres de todos ustedes, me parece que lo han encendido precisamente para mí, y que la familia entera estaba esperando mi llegada. Así, pues, me sentaré, si me lo permiten, entre ustedes y me instalaré aquí por esta noche. 
El recién llegado acababa de aproximar su silla al fuego, cuando se oyó afuera algo así como un pisar de gigante que se repetía por la escarpadura de la montaña acercándose con estrépito y pasando a grandes zancadas al lado de la casa. La familia entera detuvo el aliento mientras duró el ruido, conociendo como conocían lo que significaba, y el forastero hizo lo mismo instintivamente. 
-La vieja montaña nos ha lanzado una piedra, para recordarnos que la tenemos aquí, sobre nuestras cabezas -dijo el padre serenándose en seguida-. Algunas veces mueve la cabeza y nos amenaza con desplomarse sobre nosotros, pero somos antiguos vecinos y, en el fondo, mantenemos buenas relaciones. Además, disponemos de un refugio seguro aquí, al lado de la casa, para el caso de que decidiera llevar a efecto sus amenazas. 
Y ahora observemos que el viajero ha terminado su cena de carne de oso, y que sus maneras francas y abiertas lo han llevado a un plano de amistad con la familia, de suerte que la conversación entre todos se ha hecho tan sincera como si el recién llegado perteneciera a aquel hogar agreste. El joven a quien el azar había traído aquella noche a la casa era de carácter altivo aunque dúctil y amable; altanero y reservado entre los ricos y poderosos, pero siempre dispuesto a bajar su cabeza en la puerta de una choza y a sentarse al fuego con los desposeídos como un hermano o un hijo. En el hogar del Tajo encontró cordialidad y sencillez de ánimo, la penetrante y aguda inteligencia de Nueva Inglaterra y una poesía originaria y auténtica que los habitantes de la casa habían aprendido de los picachos y las quebradas y del mismo umbral de su pobre morada. El forastero había viajado mucho y siempre solo; su vida entera había sido, podía asegurarse, un sendero solitario, pues la altiva reserva de su naturaleza la había hecho apartarse siempre de aquellos que, de otra suerte, hubieran sido sus camaradas. También la familia, tan amable y hospitalaria como era, llevaba en sí esa conciencia de unidad entre todos sus miembros y de separación del resto del mundo, que convierte el hogar en un recinto sagrado en el que no tiene cabida ningún extraño. Aquella noche, no obstante, una simpatía profética llevó al joven instruido y de hábitos refinados a descubrir su corazón a aquellos rudos habitantes de las montañas, y su franqueza hizo que éstos se confiaran a él con la misma espontaneidad. ¿No es más fuerte, en efecto, el lazo de un destino común, que los que crea el mismo nacimiento? 
El secreto del carácter del joven era una ambición altísima y abstracta. Era posible que hubiera nacido para vivir una vida oscura, pero no para ser olvidado en la tumba. Su ardiente anhelo se había transformado en esperanza, y esta esperanza, largo tiempo mantenida, se había convertido en la certeza de que, por insignificante que fuese su vida en el presente, el brillo de la gloria iluminaría su camino para la posteridad, aunque tal vez no mientras él lo recorriera. Cuando las generaciones venideras dirigiesen la mirada hacia la oscuridad que era entonces su presente, echarían de ver claramente el resplandor de sus pisadas, y se confesarían que un hombre de altas dotes había ido de la cuna a la tumba, sin que nadie hubiera sabido comprenderlo. 
-Y, sin embargo -exclamó el forastero, con las mejillas ardientes y los ojos radiantes de luz-, todavía no he realizado nada. Si mañana desapareciera de la tierra, nadie sabría más de mí que ustedes: que un joven desconocido llegó un día al anochecer, procedente del Valle del Saco, que les abrió el corazón por la noche y que se marchó al amanecer del día siguiente por el Tajo, sin que volvieran a verlo. Ni una sola persona les preguntaría quién era este joven ni de dónde venía… ¡Pero no! ¡Yo no puedo morir hasta que haya cumplido mi destino! Después, sí; después, puede ya venir la muerte. ¡Yo mismo me habré edificado mi monumento para la posteridad! 
Había un impulso tal de emoción espontánea bullendo constante en medio de fantasías abstractas, que la familia llegó a comprender los sentimientos del joven forastero, aun siendo como eran tan lejanos a los suyos propios. Dándose rápidamente cuenta de lo ridículo de su actitud, el joven enrojeció de la vehemencia hacia la que había sido arrastrado por sus mismas palabras. 
-Ustedes se reirán de mí sin duda -dijo, cogiendo la mano de la hija mayor y riéndose él mismo-. Seguramente piensan que mi ambición es tan absurda como si subiera al Monte Washington y me dejara convertir allí en un trozo de hielo, sólo para que la gente de la comarca pudiera admirarme desde el llano… Y, sin embargo, doy fe de que querría un noble pedestal para la estatua de un hombre… 
-A mí me parece -respondió la hija mayor, enrojeciendo- que es mejor estar sentados aquí al calor de la lumbre, contentos y serenos, aunque nadie piense en nosotros. 
-Yo creo, sin embargo -dijo su padre, tras unos momentos de meditación-, que hay algo natural en lo que el joven ha dicho: y es posible que, si mi cerebro hubiera seguido este camino, yo también habría pensado lo mismo. Es raro, hasta qué punto sus palabras han despertado en mi pobre cabeza cosas que es bien seguro que no han de ocurrir nunca. 
-¿Cómo sabes tú que no han de suceder? -respondió el ama de la casa-. ¿Puede el hombre saber lo que hará si llega a enviudar?
-¡No, no! -exclamó el padre, rechazando la idea con un tono de cariñosa protesta-. Cuando pienso en tu muerte, Ester, pienso siempre a la vez en la mía. Lo que estaba imaginando era otra cosa. Pensaba que teníamos una bonita granja en Barlett, en Betlehem, en Littleton o en cualquier otra ciudad en las vertientes de las Montañas Blancas, pero no donde éstas estuvieran constantemente amenazando derrumbarse sobre nuestras cabezas. Me hallaría en buenas relaciones con mis convecinos, y sería nombrado juez municipal del lugar y enviado a la Asamblea General por una o dos legislaturas, pues aquí hay mucho que hacer para un hombre sencillo y honrado. Y cuando llegara a viejo, y tú también, podría morir tranquilo dejándolos a todos llorando en torno a mí. Una sencilla lápida de pizarra me bastaría tanto como una de mármol, sobre la cual se grabaría simplemente mi nombre, mi edad y un versículo de los salmos, y quizá algunas palabras que dijeran a la gente que había vivido como un hombre honrado y había muerto como un cristiano. 
-¿Lo ven ustedes? -dijo el forastero-. Es consustancial a la naturaleza humana ambicionar un monumento, ya sea de pizarra, o de mármol, o un pilar de granito o sólo un recuerdo glorioso en el corazón de las gentes. 
-¡Qué cosas más especiales nos vienen esta noche a la imaginación! -dijo la esposa, con lágrimas en los ojos-. Suele creerse que es señal de que va a ocurrir algo cuando los hombres empiezan a pensar y a hablar así. ¡Escuchen a los niños!
Todos los reunidos prestaron, en silencio, atención. Los niños más pequeños se hallaban acostados en otro cuarto, pero la puerta medianera permanecía entreabierta, de suerte que se les podía oír hablar afanosamente entre sí. También ellos parecían afectados por las fantasmagorías que habían hecho presa en el círculo de personas mayores sentadas al fuego, y disputaban acaloradamente sobrepujándose los unos a los otros en deseos y ambiciones infantiles para cuando fueran hombres. Por fin, uno de los pequeños, en lugar de dirigirse a sus hermanos, llamó a su madre. 
-Voy a decirte, mamá -dijo- lo que yo deseo. Quiero que tú y papá, y la abuela, y todos nosotros, sin prescindir del forastero, nos levantemos y nos dirijamos a beber un trago de agua en el Flume. 
Ninguno de los presentes pudo reprimir una sonrisa al oír que el mayor deseo del niño era abandonar su cama bien caliente y arrancar a los demás del calor del fuego para visitar el Flume, una torrentera que se precipitaba desde lo alto de la montaña a las profundidades del Tajo. Apenas había acabado el niño de pronunciar sus últimas palabras, cuando se oyó el ruido intermitente de un carruaje que se acercaba y que, al fin, se detuvo de pronto delante de la puerta de la casa. En él parecían ir dos o tres hombres, que alegraban el camino con una canción cantada a coro, el eco de cuyas notas rebotaba entre las peñas, mientras que los viajeros dudaban de si proseguir su viaje o detenerse en la casa para pasar la noche. 
-Padre -dijo la muchacha-, lo están llamando por su nombre. 
Pero el dueño de la casa no estaba seguro de que efectivamente lo hubieran llamado, y no quería mostrarse demasiado ansioso por la ganancia invitando a los viajeros a pernoctar bajo su techo. Por eso, no se apresuró a acudir a la puerta, y, mientras tanto, se oyó restallar el látigo y los viajeros siguieron camino por el Tajo, siempre cantando y riendo, aunque su música y su alegría parecía provenir del corazón de la montaña. 
-¡Mira, mira, mamá! -insistió el niño que había hablado antes-; también ellos se van hacia el Flume. 
De nuevo los reunidos rompieron a reír ante la manía del niño de hacer una excursión en plena noche. De repente. sin embargo una nube pasó sobre el espíritu de la hija mayor; durante unos instantes sus ojos se fijaron persistentemente en el fuego, y respiró con tal intensidad que su aliento se convirtió casi en un suspiro. Sobresaltada y con rubor en el rostro, la joven miró rápidamente en derredor suyo, como si temiera que todos los que allí se hallaban hubieran penetrado con la mirada en el interior de su pecho. El forastero le preguntó qué era lo que había estado pensando. 
-Nada -respondió-; solamente que precisamente en estos momentos me he sentido infinitamente sola. 
-Yo siempre he tenido un don especial para percibir lo que otras personas llevan en el corazón -dijo el desconocido, medio en broma y medio en serio-. ¿Quiere usted que le adivine también los secretos del suyo? Sé perfectamente, sobre todo, lo que hay que pensar cuando una muchacha tirita, sentada al lado de la lumbre, y se queja de soledad estando presente su madre. ¿He de expresar todo ello en palabras? 
-No serían ya sentimientos de una muchacha, si, efectivamente. pudieran ser expresados en palabras -dijo la ninfa de los montes riéndose, pero apartando los ojos. 
Todas estas frases habían sido cruzadas en un aparte de los dos jóvenes. Acaso comenzaba a brotar en sus corazones un germen de amor, tan puro, como más acorde para florecer en el paraíso que en el polvo de este mundo. Las mujeres, en efecto, amaban la noble dignidad que distinguía al forastero, y el alma arrogante y contemplativa se siente siempre atraída por una simplicidad de espíritu pareja a la suya propia. Mientras ambos hablaban quedamente, y mientras el desconocido observaba la dulce melancolía, las sombras luminosas y los tímidos anhelos de una naturaleza de mujer, el viento que soplaba encajonado en el Tajo aumentaba por momentos su tono profundo y fragoroso. Como decía el imaginativo forastero, parecía una melodía cantada a coro por los espíritus del viento, los cuales, según el mito de los indios, habitaban en aquellas montañas, haciendo de sus cimas y de sus precipicios una región sagrada. También a lo largo del camino resonaba un lamento agudo, como si pasara por él un cortejo fúnebre. Para espantar la melancolía que se había apoderado de todos, la familia arrojó al fuego un montón de ramas de pino, hasta que las hojas secas comenzaron a crepitar y pronto surgieron vivas llamas iluminando de nuevo una escena de paz y de dicha humilde. La luz extendía su claridad sobre las cabezas de todos los allí reunidos, acariciándolos suavemente. Podían verse los rostros menudos de los niños husmeando desde el cuarto vecino, y, al lado del hogar, la silueta enérgica del padre, la fisonomía dulce y fatigada de la madre, el perfil altivo de los jóvenes, y la figura encorvada de la abuela, que seguía haciendo calceta en el lugar más recogido de toda la habitación. La anciana levantó un momento los ojos de su labor, y, mientras sus dedos continuaban moviéndose sin descanso, comenzó a hablar lentamente. 
-Los viejos tienen sus ideas, de igual manera que también los jóvenes tienen las suyas. Han estado trazando deseos y proyectos, y haciendo correr la fantasía de una cosa a la otra, hasta que han logrado empujar mi pobre cabeza lanzándola por los mismos derroteros. ¿Qué puede, sin embargo, desear una vieja, que se halla a escasos pasos de la tumba? No obstante, voy a decirlo, porque me temo que si no lo hago así la idea me va a perseguir día y noche sin descanso. 
-Sí, sí, dínoslo- exclamaron a la vez el marido y la mujer. 
La anciana adoptó un aire de misterio, que hizo que el círculo de personas se estrechara más en torno al fuego, y comenzó a hablar, diciendo que, desde hacía años, venía preocupándose por las vestiduras con las que deseaba ser enterrada: una mortaja muy simple de hilo y una cofia de muselina. Esta noche, sin embargo, una extraña superstición la apresaba. En su juventud había oído contar que si, al enterrar a una persona, algo de su atavío quedaba desordenado, aunque fuera una simple arruga en el cuello de la mortaja o una mala colocación de la cofia, el cadáver se revolvía en el ataúd bajo tierra tratando de disponer de sus frías manos, para arreglar con ellas lo que no lo estuviera. La simple suposición de que pudiera acontecerle algo semejante a ella, la ponía nerviosa. 
-¡Por Dios, abuela! -exclamó la nieta estremeciéndose-. ¡No creas esas cosas! 
-Pues bien -prosiguió la abuela sin hacer caso, y con gran seriedad, aunque iluminado el rostro por una sonrisa-. Lo que deseo de ustedes, hijos míos, es que cuando me encuentre en el ataúd, me coloquen ante el rostro un espejo. ¿Quién sabe? Quizá me sea posible echar una mirada y ver si no está desarreglado nada de lo que llevo puesto. 
-Todos, lo mismo jóvenes que viejos, no acertamos a hablar más que de tumbas y monumentos -observó el forastero-. Me gustaría saber qué es lo que sienten los marineros cuando el barco se hunde y todos se hallan en trance de ser sepultados a una en la inmensa y anónima sepultura del mar. 
La fúnebre ocurrencia de la anciana había impresionado de tal forma durante unos momentos el cerebro de los allí reunidos, que nadie se había percatado de que afuera, en las tinieblas de la noche, un ruido semejante al bramar de cien gigantes había ido creciendo hasta alcanzar tonos profundos y terribles. La casa y todo lo que en ella había se estremeció; los mismos cimientos de la tierra parecían hallarse sacudidos como si el estruendo cada vez más próximo fuera el aviso de las trompetas del juicio final. Jóvenes y viejos cruzaron entre sí una mirada instintiva de pavor, y permanecieron inmóviles, lívidos, aterrorizados, sin fuerza para pronunciar una palabra ni para hacer un movimiento. Después un solo grito sonó en todas las gargantas. 
-¡El alud!, ¡el alud!
Las palabras más elocuentes pueden sugerir, pero no describir el horror inexpresable de la catástrofe. Las víctimas se precipitaron fuera de la casa, buscando amparo en lo que ellas tenían por un lugar seguro, allí donde, pensando en aquella posibilidad, se había construido un muro de contención o barrera. ¡Ay! Los desgraciados habían renunciado a su salvación al hacerlo así, lanzándose inconscientemente en el seno del más fatal de todos los destinos. Toda una ladera de la montaña se vino abajo en una verdadera catarata de piedras y ruinas. Y precisamente pocos metros antes de llegar a la casa, aquella avalancha de muerte y destrucción se abrió en dos brazos, dejando en medio, casi intacta, la casa y arrasando en sus alrededores cuanto se oponía a su paso. Mucho antes de que se hubiera extinguido entre las montañas el estruendo del alud, había terminado ya la agonía de las víctimas y todas ellas gozaban de la paz. Sus cuerpos no fueron hallados jamás. 
Al día siguiente una tenue columna de humo se elevaba todavía de la chimenea de la casa. Dentro el fuego ardía, a medio apagar, en el hogar, y las sillas se hallaban colocadas a su alrededor, como si los allí reunidos hubieran salido un momento a examinar los destrozos causados por el alud, y fueran a volver de un momento a otro para dar gracias a Dios por su milagrosa salvación. La historia recorrió todos los rincones de la comarca, y perdura eternizada en estas montañas como una leyenda. También los poetas han cantado el triste fin de la familia del Tajo. 
Ciertos detalles parecían delatar que en la noche fatal un forastero se había acogido a la casa y había resultado víctima de la catástrofe con toda la familia. Otros negaban, en cambio, que hubiera indicios concluyentes para llegar a tal afirmación. ¡Triste fin para aquella juventud exaltada, con sus sueños de inmortalidad terrena! Su nombre y su persona han quedado absolutamente desconocidos; su historia, su camino en la vida y sus planes y proyectos permanecerán siempre perdidos en el misterio. Su misma muerte y su previa existencia son hechos que han quedado en duda…
FIN




viernes, 12 de mayo de 2017

RETO DE LECTURA 4

La máscara de la muerte roja 

Edgar Allan Poe 



La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora. 
 Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. 
Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. 
El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja. 
 Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia. Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. 
Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre. A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. 
Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. 
En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación. 
 Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. 
El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. 
Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias. Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. 
Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata. Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia. -¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas! Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano. Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. 
Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible. 
 Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo. 

viernes, 5 de mayo de 2017

RETO DE LECTURA 3


Tenga para que se entretenga

Por José Emilio Pacheco


Estimado señor:
Le envío junto con estas líneas el informe confidencial que me solicitó. Espero que lo encuentre de su entera satisfacción. Incluyo recibo timbrado por $1,200.00 (un mil doscientos pesos moneda nacional) que le ruego se sirva cubrir por cheque, giro o personalmente en estas oficinas.
Advertirá usted que el precio de mis servicios profesionales excede ligeramente lo convenido. Ello se debe a que el informe salió bastante más largo y detallado de lo que supuse en un principio. Tuve que hacerlo dos veces para dejarlo claro, ante lo difícil y aún increíble del caso. Redactarlo, dicho sea entre paréntesis, me permitió practicar mi hobby, que consiste en escribir sin ningún ánimo de publicación por supuesto-
En espera de sus noticias, me es grato saludarle y ponerme a su disposición como su afectísimo y seguro servidor.


Ernesto Domínguez Puga 

Detective Privado



Informe Confidencial


El 9 de agosto de 1943 la señora Olga Martínez de Andrade y su hijo de seis años, Rafael Andrade Martínez, salieron de su casa (Tabasco 106, colonia Roma). Iban a almorzar con doña Caridad Acevedo viuda de Martínez en su domicilio (Gelati 36 bis, Tacubaya). Ese día descansaba el chofer. El niño no quiso viajar en taxi: le pareció una aventura ir como los pobres en tranvía y autobús. Se adelantaron a la cita y a la señora Olga se le ocurrió pasear al niño por el cercano Bosque de Chapultepec.

Rafael se divirtió en los columpios y resbaladillas del Rancho de la Hormiga, atrás de la residencia presidencial (Los Pinos). Más tarde fueron por las calzadas hacia el lago y descansaron en la falda del cerro.

Llamó la atención de Olga un detalle que hoy mismo, tantos años después, pasa inadvertido a los transeúntes: los árboles de ese lugar tienen formas extrañas, se hallan como aplastados por un peso invisible. Esto no puede atribuirse al terreno caprichoso ni a la antigüedad. El administrador del Bosque informó que no son árboles vetustos como los ahuehuetes prehispánicos de las cercanías: datan del siglo XIX. Cuando actuaba como emperador de México, el archiduque Maximiliano ordenó sembrarlos en vista de que la zona resultó muy dañada en 1847, a consecuencia de los combates en Chapultepec y el asalto del Castillo por las tropas norteamericanas.

El niño estaba cansado y se tendió de espaldas en el suelo. Su madre tomó asiento en el tronco de uno de aquellos árboles que, si usted me lo permite, calificaré de sobrenaturales. Pasaron varios minutos. Olga sacó su reloj, se lo acercó a los ojos, vio que ya eran las dos de la tarde y debían irse a casa de la abuela. Rafael le suplicó que lo dejara un rato más. La señora aceptó de mala gana, inquieta porque en el camino se habían cruzado con varios aspirantes a torero quienes, ya desde entonces, practicaban al pie de la colina en un estanque seco, próximo al sitio que se asegura fue el baño de Moctezuma.

A la hora del almuerzo el Bosque había quedado desierto. No se escuchaba rumor de automóviles en las calzadas ni trajín de lanchas en el lago. Rafael se entretenía en obstaculizar con una ramita el paso de un caracol. En ese instante se abrió un rectángulo de madera oculto bajo la hierba rala del cerro y apareció un hombre que dijo a Rafael:

-Déjalo. No lo molestes. Los caracoles no hacen daño y conocen el reino de los muertos.

Salió del subterráneo, fue hacia Olga, le tendió un periódico doblado y una rosa con un alfiler:
-Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda.

Olga dio las gracias, extrañada por la aparición del hombre y la amabilidad de sus palabras. Lo creyó un vigilante, un guardián del Castillo, y de momento no reparó en su vocabulario ni en el olor a humedad que se desprendía de su cuerpo y su ropa. Mientras tanto Rafael se había acercado al desconocido y le preguntaba: -¿Ahí vives?

-No: más abajo, más adentro.
-¿Y no tienes frío?


-La tierra en su interior está caliente.
-Llévame a conocer tu casa. Mamá ¿me das permiso?

-Niño, no molestes. Dale las gracias al señor y vámonos ya: tu abuelita nos está esperando.
-Señora, permítale asomarse. No lo deje con la curiosidad.
-Pero, Rafaelito, ese túnel debe de estar muy oscuro. ¿No te da miedo?
-No, mamá.

Olga asintió con gesto resignado. El hombre tomó de la mano a Rafael y dijo al empezar el descenso:
-Volveremos. Usted no se preocupe. Sólo voy a enseñarle la boca de la cueva.
-Cuídelo mucho, por favor. Se lo encargo.

Según el testimonio de parientes y amigos, Olga fue siempre muy distraída. Por tanto, juzgó normal la curiosidad de su hijo, aunque no dejaron de sorprenderla el aspecto y la cortesía del vigilante. Guardó la flor y desdobló el periódico. No pudo leerlo. Apenas tenía veintinueve años pero desde los quince necesitaba lentes bifocales y no le gustaba usarlos en público.

Pasó un cuarto de hora. El niño no regresaba. Olga se inquietó y fue hasta la entrada de la caverna subterránea. Sin atreverse a penetrar en ella, gritó con la esperanza de que Rafael y el hombre le contestaran. Al no obtener respuesta, bajó aterrorizada hasta el estanque seco. Dos aprendices de torero se adiestraban allí. Olga les informó de lo sucedido y les pidió ayuda.

Volvieron al lugar de los árboles extraños. Los torerillos cruzaron miradas al ver que no había ninguna cueva, ninguna boca de ningún pasadizo. Buscaron a gatas sin hallar el menor indicio. No obstante, en manos de Olga estaban la rosa, el alfiler, el periódico -y en el suelo, el caracol y la ramita.

Cuando Olga cayó presa de un auténtico shock, los torerillos entendieron la gravedad de lo que en principio habían juzgado una broma o una posibilidad de aventura. Uno de ellos corrió a avisar por teléfono desde un puesto a orillas del lago. El otro permaneció al lado de Olga e intentó calmarla.

Veinte minutos después se presentó en Chapultepec el ingeniero Andrade, esposo de Olga y padre de Rafael. En seguida aparecieron los vigilantes del Bosque, la policía, la abuela, los parientes, los amigos y desde luego la multitud de curiosos que siempre parece estar invisiblemente al acecho en todas partes y se materializa cuando sucede algo fuera de lo común.

El ingeniero tenía grandes negocios y estrecha amistad con el general Maximino Ávila Camacho. Modesto especialista en resistencia de materiales cuando gobernaba el general Lázaro Cárdenas, Andrade se había vuelto millonario en el nuevo régimen gracias a las concesiones de carreteras y puentes que le otorgó don Maximino. Como usted recordará, el hermano del presidente Manuel Ávila Camacho era el secretario de Comunicaciones, la persona más importante del gobierno y el hombre más temido de México. Bastó una orden suya para movilizar a la mitad de todos los efectivos policiales de la capital, cerrar el Bosque, detener e interrogar a los torerillos. Uno de sus ayudantes irrumpió en Palma 10 y me llevó a Chapultepec en un automóvil oficial. Dejé todo para cumplir con la orden de Ávila Camacho. Yo acababa de hacerle servicios de la índole más reservada y me honra el haber sido digno de su confianza.

Cuando llegué a Chapultepec hacia las cinco de la tarde, la búsqueda proseguía sin que se hubiese encontrado ninguna pista. Era tanto el poder de don Maximino que en el lugar de los hechos se hallaban para dirigir la investigación el general Miguel Z. Martínez, jefe de la policía capitalina, y el coronel José Gómez Anaya, director del Servicio Secreto.

Agentes y uniformados trataron, como siempre, de impedir mi labor. El ayudante dijo a los superiores el nombre de quien me ordenaba hacer una investigación paralela. Entonces me dejaron comprobar que en la tierra había rastros del niño, no así del hombre que se lo llevó.

El administrador del Bosque aseguró no tener conocimiento de que hubiera cuevas o pasadizos en Chapultepec. Una cuadrilla excavó el sitio en donde Olga juraba que había desaparecido su hijo. Sólo encontraron cascos de metralla y huesos muy antiguos. Por su parte, el general Martínez declaró a los reporteros que la existencia de túneles en México era sólo una más entre las muchas leyendas que envuelven el secreto de la ciudad. La capital está construida sobre el lecho de un lago; el subsuelo fangoso vuelve imposible esta red subterránea: en caso de existir, se hallaría anegada.

La caída de la noche obligó a dejar el trabajo para la mañana siguiente. Mientras se interrogaba a los torerillos en los separos de la Inspección, acompañé al ingeniero Andrade a la clínica psiquiátrica de Mixcoac donde atendían a Olga los médicos enviados por Ávila Camacho. Me permitieron hablar con ella y sólo saqué en claro lo que consta al principio de este informe.

Por los insultos que recibí en los periódicos no guardé recortes y ahora lo lamento. La radio difundió la noticia, los vespertinos ya no la alcanzaron. En cambio los diarios de la mañana desplegaron en primera plana y a ocho columnas lo que a partir de entonces fue llamado “El misterio de Chapultepec”.

Un pasquín ya desaparecido se atrevió a afirmar que Olga tenía relaciones con los dos torerillos. Chapultepec era el escenario de sus encuentros. El niño resultaba el inocente encubridor que al conocer la verdad tuvo que ser eliminado.

Otro periódico sostuvo que hipnotizaron a Olga y la hicieron creer que había visto lo que contó. En realidad el niño fue víctima de una banda de “robachicos”. (El término, traducido literalmente de kidnapers, se puso de moda en aquellos años por el gran número de secuestros que hubo en México durante la segunda guerra mundial.) Los bandidos no tardarían en pedir rescate o en mutilar a Rafael para obligarlo a la mendicidad.

Aún más irresponsable, cierta hoja inmunda engañó a sus lectores con la hipótesis de que Rafael fue capturado por una secta que adora dioses prehispánicos y practica sacrificios humanos en Chapultepec. (Como usted sabe, Chapultepec fue el bosque sagrado de los aztecas.) Según los miembros de la secta, la cueva oculta en este lugar es uno de los ombligos del planeta y la entrada al inframundo. Semejante idea parece basarse en una película de Cantinflas, El signo de la muerte.

En fin, la gente halló un escape de la miseria, las tensiones de la guerra, la escasez, la carestía, los apagones preventivos contra un bombardeo aéreo que por fortuna no llegó jamás, el descontento, la corrupción, la incertidumbre... Y durante algunas semanas se apasionó por el caso. Después, todo quedó olvidado para siempre.

Cada uno piensa distinto, cada cabeza es un mundo y nadie se pone de acuerdo en nada. Era un secreto a voces que para 1946 don Maximino ambicionaba suceder a don Manuel en la presidencia. Sus adversarios aseguraban que no vacilaría en recurrir al golpe militar y al fratricidio. Por tanto, de manera inevitable se le dio un sesgo político a este embrollo: a través de un semanario de oposición, sus enemigos civiles difundieron la calumnia de que don Maximino había ordenado el asesinato de Rafael con objeto de que el niño no informara al ingeniero Andrade de las relaciones que su protector sostenía con Olga.

El que escribió esa infamia amaneció muerto cerca de Topilejo, en la carretera de Cuernavaca. Entre su ropa se halló una nota de suicida en
que el periodista manifestaba su remordimiento, hacía el elogio de Ávila Camacho y se disculpaba ante los Andrade. Sin embargo la difamación encontró un terreno fértil, ya que don Maximino, personaje extraordinario, tuvo un gusto proverbial por las llamadas “aventuras”. Además, la discreción, el profesionalismo, el respeto a su dolor y a sus actuales canas me impidieron decirle antes a usted que en 1943 Olga era bellísima, tan hermosa como las estrellas de Hollywood pero sin la intervención del maquillista ni el cirujano plástico.

Tan inesperadas derivaciones tenían que encontrar un hasta aquí. Gracias a métodos que no viene al caso describir, los torerillos firmaron una confesión que aclaró las dudas y acalló la maledicencia. Según consta en actas, el 9 de agosto de 1943 los adolescentes aprovechan la soledad del Bosque a las dos de la tarde y la mala vista de Olga para montar la farsa de la cueva y el vigilante misterioso. Enterados de la fortuna del ingeniero, que hasta entonces había hecho esfuerzos por ocultarla, se proponen llevarse al niño y exigir un rescate que les permita comprar su triunfo en las plazas de toros. Luego, atemorizados al ver que pisan terrenos del implacable hermano del presidente, los torerillos enloquecen de miedo, asesinan a Rafael, lo descuartizan y echan sus restos al Canal del Desagüe.

La opinión pública mostró credulidad y no exigió que se puntualizaran algunas contradicciones. Por ejemplo, ¿qué se hizo de la caverna subterránea por la que desapareció Rafael? ¿Quién era y en dónde se ocultaba el cómplice que desempeñó el papel de guardia? ¿Por qué, de acuerdo con el relato de la madre, fue el propio niño quien tuvo la iniciativa de entrar en el pasadizo? Y sobre todo ¿a qué horas pudieron los torerillos destazar a Rafael y arrojar los despojos a las aguas negras - situadas en su punto más próximo a unos veinte kilómetros de Chapultepec- si, como antes he dicho, uno llamó a la policía y al ingeniero Andrade, el otro permaneció al lado de Olga y ambos estaban en el lugar de los hechos cuando llegaron la familia y las autoridades?

Pero al fin y al cabo todo en este mundo es misterioso. No hay ningún hecho que pueda ser aclarado satisfactoriamente. Como tapabocas se publicaron fotos de la cabeza y el torso de un muchachito, vestigios extraídos del Canal del Desagüe. Pese a la avanzada descomposición, era evidente que el cadáver correspondía a un niño de once o doce años, y no de seis como Rafael. Esto sí no es problema: en México siempre que se busca un cadáver se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa.

Dicen que la mejor manera de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos. Por ello y por la excitación del caso y sus inesperadas ramificaciones, se disculpará que yo no empezara por donde procedía: es decir, por interrogar a Olga acerca del individuo que capturó a su hijo. Es imperdonable -lo reconozco- haber considerado normal que el hombre le entregara una flor y un periódico y no haber insistido en examinar estas piezas.

Tal vez un presentimiento de lo que iba a encontrar me hizo posponer hasta lo último el verdadero interrogatorio. Cuando me presenté en la casa de Tabasco 106 los torerillos, convictos y confesos tras un juicio sumario, ya habían caído bajo los disparos de la ley fuga: en Mazatlán intentaron escapar de la cuerda en que iban a las Islas Marías para cumplir una condena de treinta años por secuestro y asesinato. Y ya todos, menos los padres, aceptaban que los restos hallados en las aguas negras eran los del niño Rafael Andrade Martínez.

Encontré a Olga muy desmejorada, como si hubiera envejecido varios años en unas cuantas semanas. Aún con la esperanza de recobrar a su hijo, se dio fuerzas para contestarme. Según mis apuntes taquigráficos, la conversación fue como sigue:
-Señora Andrade, en la clínica de Mixcoac no me pareció oportuno preguntarle ciertos detalles que ahora considero indispensables. En primer lugar ¿cómo vestía el hombre que salió de la tierra para llevarse a Rafael?

-De uniforme.
-¿Uniforme militar, de policía, de guardabosques?

-No, es que, sabe usted, no veo bien sin mis lentes. Pero no me gusta ponérmelos en público. Por eso pasó todo, por eso...
-Cálmate -intervino el ingeniero Andrade cuando su esposa comenzó a llorar.

-Perdone, no me contestó usted: ¿cómo era el uniforme? -Azul, con adornos rojos y dorados. Parecía muy desteñido. -¿Azul marino?
-Más bien azul claro, azul pálido.

-Continuemos. Apunté en mi libreta las palabras que le dijo el hombre al darle el periódico y la flor: “Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda.” ¿No le parecen muy extrañas?
-Sí, rarísimas. Pero no me di cuenta. Qué estúpida. No me lo perdonaré jamás.
-¿Advirtió usted en el hombre algún otro rasgo fuera de lo común? -Me parece estar oyéndolo: hablaba muy despacio y con acento. -¿Acento regional o como si el español no fuera su lengua? -Exacto: como si el español no fuera su lengua.
-Entonces ¿cuál era su acento?
-Déjeme ver... quizá... como alemán.
El ingeniero y yo nos miramos. Había muy pocos alemanes en México. Eran tiempos de guerra, no se olvide, y los que no estaban concentrados en el Castillo de Perote vivían bajo sospecha. Ninguno se hubiera atrevido a meterse en un lío semejante.

-¿Y él? ¿Cómo era él?
-Alto... sin pelo... Olía muy fuerte... como a humedad.

-Señora Olga, disculpe el atrevimiento, pero si el hombre era estrafalario ¿por qué dejó usted que Rafaelito bajara con él a la cueva?
-No sé, no sé. Por tonta, porque él me lo pidió, porque siempre lo he consentido mucho. Nunca pensé que pudiera ocurrirle nada malo...
Espere, hay algo más: cuando el hombre se acercó vi que estaba muy pálido... ¿Cómo decirle...? Blancuzco... Eso es: como un caracol... un caracol fuera de su concha.
-Válgame Dios. Qué cosas se te ocurren -exclamó el ingeniero Andrade. Me estremecí. Para fingirme sereno enumeré:
-Bien, con que decía frases poco usuales, hablaba con acento alemán, llevaba uniforme azul pálido, olía mal y era fofo, viscoso. ¿Gordo, de baja estatura?
-No, señor, todo lo contrario: muy alto, muy delgado... Ah, además tenía barba.
-¿Barba? Pero si ya nadie usa barba -intervino el ingeniero Andrade.
-Pues él tenía -afirmó Olga.
Me atreví a preguntarle:
-¿Una barba como la de Maximiliano de Habsburgo, partida en dos sobre el mentón?
-No, no. Recuerdo muy bien la barba de Maximiliano. En casa de mi madre hay un cuadro del emperador y la emperatriz Carlota... No, señor, él no se parecía a Maximiliano. Lo suyo eran más bien mostachos o patillas... como grises o blancas... no sé.
La cara del ingeniero reflejó mi propio gesto de espanto. De nuevo quise aparentar serenidad y dije como si no tuviera importancia:
-¿Me permite examinar la revista que le dio el hombre?
-Era un periódico, creo yo. También guardé la flor y el alfiler en mi bolsa. Rafael ¿no te acuerdas qué bolsa llevaba?
-La recogí en Mixcoac y luego la guardé en tu ropero. Estaba tan alterado que no se me ocurrió abrirla.
Señor, en mi trabajo he visto cosas que horrorizarían a cualquiera. Sin embargo nunca había sentido ni he vuelto a sentir un miedo tan terrible como el que me dio cuando el ingeniero Andrade abrió la bolsa y nos mostró una rosa negra marchita (no hay en este mundo rosas negras), un alfiler de oro puro muy desgastado y un periódico amarillento que casi se deshizo cuando lo abrimos. Era La Gaceta del Imperio, con fecha del 2 de octubre de 1866. Más tarde nos enteramos de que sólo existe otro ejemplar en la Hemeroteca.

El ingeniero Andrade, que en paz descanse, me hizo jurar que guardaría el secreto. El general Maximino Ávila Camacho me recompensó sin medida y me exigió olvidarme del asunto. Ahora, pasados tantos años, confío en usted y me atrevo a revelar -a nadie más he dicho una palabra de todo esto- el auténtico desenlace de lo que llamaron los periodistas “El misterio de Chapultepec”. (Poco después la inesperada muerte de don Maximino iba a significar un nuevo enigma, abrir el camino al gobierno civil de Miguel Alemán y terminar con la época de los militares en el poder.)

Desde entonces hasta hoy, sin fallar nunca, la señora Olga Martínez viuda de Andrade camina todas las mañanas por el Bosque de Chapultepec hablando a solas. A las dos en punto de la tarde se sienta en el tronco vencido del mismo árbol con la esperanza de que algún día la tierra se abrirá para devolverle a su hijo o para llevarla, como los caracoles, al reino de los muertos. Pase usted por allí y la encontrará con el mismo vestido que llevaba el 8 de agosto de 1943: sentada en el tronco, inmóvil, esperando, esperando.